Desde este texto de Sucre y algunos fragmentos de otros textos escritos por Francisco Massiani, Hanni Ossott, María Fernanda Palacios y José Jaramillo Escobar,
indagamos algunos tópicos de la reflexión sobre la escritura, sobre la relación de quien ejerce el oficio de la escritura con el lenguaje, con la creación.

Guillermo Sucre. Fotografía: Vasco Szinetar.
Extraída de: http://www.noticiastno.com/admin/noticias/fotosnoti/xTINU4C5_CyZEoNKp.jpg
Fuente: "El arte de la prosa ensayística". Venezuela: Ed. Fundación Metrópolis. 2003.
Las palabras (y la Palabra)
Guillermo Sucre
Lo indudable para el escritor es que la verdadera realidad con que se enfrenta es la realidad del lenguaje. Si para todo ser humano los límites de su mundo son los de su lenguaje, es obvio que este hecho resulta todavía más dominante en la experiencia del escritor. Éste no sólo sabe que lo que dice y la manera de decirlo son, finalmente, una y la misma cosa; aun sabe que el valor de lo que dice reside sobre todo en cómo lo dice. La pasión central que lo mueve pasa primero por el lenguaje. Esta pasión implica, por supuesto, el gusto o el placer de las palabras, pero sería errado confundirla con la mera búsqueda de un estilo "bello" o "perfecto". Se trata de algo más tenso o dilemático: no el ejercicio de una idolatría sino de la lucidez: un continuo debate entre la fascinación y el rechazo, entre el reconocimiento y la crítica.
Ese debate se corresponde con la naturaleza misma del lenguaje. En efecto, el lenguaje es al mismo tiempo un enemigo y un aliado. No es posible decir nada sin someterse a una sintaxis y a significaciones ya establecidas; aun en las instituciones más originales se deslizan frases hechas o hábitos estilísticos que van reduciendo la intensidad inicial de esas misma intuición, y si es dado inventar nuevas relaciones entre las palabras, sabemos que esa posibilidad tiene también sus límites. ¿No hay, además, finalmente, una distancia y hasta una distorsión entre lo que se escribe y lo que se quería escribir? El escritor lúcido es el que tienen conciencia de esa esclavitud y, por ello mismo, trata de sobreponerse al lenguaje, y de dominarlo. De ese acto nace la obra. Pero no se domina al lenguaje para someterlo, a su vez, a otra esclavitud, sino para liberarlo, para llevarlo a alcanzar la plenitud que de algún modo encierra. Si la obra es un triunfo sobre el lenguaje, la verdad es que también resulta ser un triunfo del lenguaje mismo.
¿No es en la obra, acaso, donde la palabra es más palabra o está más cerca de la Palabra? Y ya creada ¿no tiende la obra a independizarse de su autor y revelar significaciones que él no había previsto del todo? Es decir, ¿no hay en el propio lenguaje una energía intrínseca, una fuerza de contagio, que, lejos de ser esclavizante, actúa como una fuerza creadora? Aun la pobreza del lenguaje (no tenemos palabras, en verdad, para nombrarlo todo) ¿no ha servido para estimular todos los sistemas metafóricos y aun míticos? De tal suerte, no es raro que sean los escritores más rebeldes contra el lenguaje los que mayor pasión le profesan. Esas pasión puede ser, en sí misma, una absoluto. "En la vida del espíritu llega una momento en el que la escritura, al erigirse en principio autónomo, se convierte en destino", ha dicho, por ello, Cioran.
Pasión del lenguaje y rebelión contra el lenguaje: quizá estas dos actitudes no representan lo mismo para el escritor de antes, o le eran parcial o totalmente desconocidas. Antes, en efecto, el lenguaje no fundaba sino que estaba fundado en una verdad o en un orden superior y trascendente.El escritor podía o no interrogarse sobre el lenguaje, pero finalmente confiaba su validez a esa garantía superior; creía en su mundo y lo expresaba, lo ponía en palabras. El lenguaje, pues, no podía serle problemático: tenía confianza en él y, por tanto, no podía cuestionarlo. Con la historia moderna, toda garantía superior desde una trascendencia desaparece y así el lenguaje pierde su fundamentación. Ya Nietzsche observaba que no se puede decir esto es, sino esto significa; con lo cual no sólo ponía de relieve el paso de la trascendencia o lo absoluto a la inmanencia o lo relativo, sino que, además, le daba al lenguaje una función central en el mundo. Así, todo problema -teológico o filosófico, pero también el más cotidiano- se volvía un problema semántico. Si el lenguaje, por una parte, perdía su fundamentación, se convertía, por la otra, en la fundamentación de todo. En el pensamiento moderno –podría decirse-, el lenguaje sustituye a la verdad. De igual modo, en la poesía moderna, el lenguaje sustituye a la realidad.
Tal situación central del lenguaje no conduce, como podría creerse, a la confianza total por parte del escritor. Al contrario, éste comienza su obra interrogándolo, reflexionando sobre su poder o su eficacia. Por una parte, quiere llevar al lenguaje a su máxima posibilidad expresiva; por la otra, tiene conciencia no sólo de la máxima imposibilidad de lograrlo, sino también del equívoco que encierra la expresividad misma. En uno y otro caso, su actitud es crítica. En su búsqueda de una máxima posibilidad expresiva el escritor, ciertamente, lo que intenta es crear otro lenguaje: una alquimia verbal, una magia evocadora. O como proponía Mallarmé: a partir de ciertos vocablos, el verso debe “rehacer una palabra total, nueva, extraña al lenguaje y como encantatoria”. Así, crear otro lenguaje no es sólo cambiar el que tenemos; es también postular una suerte de absoluto verbal capaz (¿de nuevo?, ¿por primera vez?) de regir el universo.
Esta desmesura, como se ve, es problemática y aun lleva a una extrema tensión. No es extraño, por tanto, que la historia de la poesía moderna sea la historia de diversos fracasos; estos fracasos, sin embargo, pueden ser vistos como otras tantas victorias: la victoria de una conciencia que no renuncia a proponerse siempre lo más alto o lo más difícil y con ello, de algún modo, arroja una luz acusadora sobre la opacidad del mundo actual. Podría decirse que las victoria del no. La literatura moderna, o lo más vivo de ella, es anti-literatura, pero en la medida en que quiere transgredir toda literatura; las obras optan por ser fragmentos o vestigios de obras, peor en la medida en que intentan, aun sabiendo que no lo lograrán, ser la Obra. Aunque la formula como un reproche, el propio Cioran hace una descripción bastante exacta de este hecho. “Nos interesamos cada vez más –afirma- no en lo que el autor ha dicho sino en lo que hubiera querido decir, no en sus actos sino en sus proyectos; menos en su obra real que en su obra ideada.” Añade igualmente: “Somos fervientes de la obra abortada, abandonada en el camino, imposible de concluir, minada por sus propias exigencias”. Es innecesario advertir que esa fascinación por lo negativo o lo inconcluso no es sino un resultado de la lucidez: aparte de que corresponde a una disciplina y a una ética, es también crítica del mundo y del hombre. ¿No es también preferible la ambición extrema, que se anula a sí misma, a la mediocridad o rutina cumplida?
El lenguaje es el mayor de lso bienes dados al hombre, y el más peligroso también, decía Hölderlin. Es peligroso quizá, y sobre todo, por la fatalidad de su propia naturaleza. Nos pone en contacto con el mundo a la vez que nos aleja de él; introduce un orden o una inteligibilidad en la existencia, pero también la muerte: las palabra son abstracciones que “fijan” o “congelan” una realidad (y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento. La literatura, por su parte, no sería más que el intento por trascender esa fatalidad verbal, subraya Hegel hasta Barthes, así como por casi todos los poetas modernos. Ese intento es siempre dilemático: ¿cómo trascender esa fatalidad sin cobrar conciencia de ella y, por otra parte, cómo cobrar conciencia de ella sin que la fuerza creadora de la literatura se vea afectada? No es todo. La literatura se lleva bien con ese dilema y es obvio que si ella existe es porque de algún modo logra superarlo; su lenguaje, en efecto, es un metalenguaje.
En cambio, ¿no hay otra fatalidad del lenguaje, ya de carácter social, que es todavía determinante? Sabemos que la ambigüedad –otros dirían hoy la indeterminación- del lenguaje puede ser una riqueza: una manera de encarnar la diversidad del mundo, la secreta complejidad de la vida, diría Borges. Pero es obvio que esa ambigüedad puede ser empleada con otros fines: falsificar los hechos, manipular o dirigir las conciencias. Dominada por la propaganda en todos su niveles (las ideologías, incluso el arte mismo, parecen regidas por el mismo principio de la publicidad comercial), la sociedad contemporánea ha mostrado su pericia en el logro de esos fines, abusando del equívoco, las discusiones semánticas, los eufemismos y aún las metáforas. Ya el lenguaje no sólo sirve para todo y, por supuesto, para nada; también se ha creado un doble lenguaje cuyo código sigue funcionando para robustecer el poder: la astucia, no la verdad. Ya George Orwell, en un ensayo muy conocido sobre el tema, ha hecho una descripción de tales mecanismos; no vamos a repetirla ahora. Lo importante es señalar que, según esa descripción, ya no hay palabras puras o inocentes: toda palabra nos remite a una realidad contraria, a la que encubre, lejos de revelarla. El comisario y el psicólogo de masas –diría Paz- son los que hoy dirigen nuestro lenguaje. También el propio Paz, en uno de sus libros, lo recuerda: cuando una sociedad se degrada, política y socialmente, lo primero que se gangrena es el lenguaje (Posdata, 1970). Inversamente, habría que decir que toda justicia, política y social, tiene que comenzar por el reencuentro de la palabra justa.
Fatalidad constitutiva o social del lenguaje: ¿no habría que preguntarse también si el “verbalismo” no es un mal inherente a la cultura occidental, ajena, con raras excepciones, al silencio como experiencia interior y como sabiduría del mundo? Ese mal tiende, por supuesto, a agudizarse en nuestra época. Si el conocido aforismo “quien calla, otorga” encierra alguna verdad, ya hoy es habitual encontrarse con la inversión de su práctica: son los más culpables y aun los que poco o nada tienen que decir los que menos (o nunca) callan.
La crítica del lenguaje por parte del poeta, contempla, explícitamente o no, todos estos planos. Es una crítica que incide, por tanto, en la conciencia del hombre: lo hace reconsiderar su posición en el mundo y responsabilizarse con sus palabras: que sus palabras mantengan la palabra (y la Palabra). No se trata de cambiar el lenguaje, sino, en verdad, de cambiar el lenguaje. Cambiarlo es rescatarla, devolverle su plenitud, o descubrirla, inventarla. “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” no es un mero intento de preciosismo, como algunos creen, sino de purificación más profunda. Una crítica que se impone a estas exigencias dentro de la obra misma ¿no encierra una verdadera lucidez creadora, aun cuando esté continuamente al borde de su propia destrucción?

Guillermo Sucre. Fotografía: Vasco Szinetar.
Extraída de: http://www.noticiastno.com/admin/noticias/fotosnoti/xTINU4C5_CyZEoNKp.jpg
Fuente: "El arte de la prosa ensayística". Venezuela: Ed. Fundación Metrópolis. 2003.
Las palabras (y la Palabra)
Guillermo Sucre
Lo indudable para el escritor es que la verdadera realidad con que se enfrenta es la realidad del lenguaje. Si para todo ser humano los límites de su mundo son los de su lenguaje, es obvio que este hecho resulta todavía más dominante en la experiencia del escritor. Éste no sólo sabe que lo que dice y la manera de decirlo son, finalmente, una y la misma cosa; aun sabe que el valor de lo que dice reside sobre todo en cómo lo dice. La pasión central que lo mueve pasa primero por el lenguaje. Esta pasión implica, por supuesto, el gusto o el placer de las palabras, pero sería errado confundirla con la mera búsqueda de un estilo "bello" o "perfecto". Se trata de algo más tenso o dilemático: no el ejercicio de una idolatría sino de la lucidez: un continuo debate entre la fascinación y el rechazo, entre el reconocimiento y la crítica.
Ese debate se corresponde con la naturaleza misma del lenguaje. En efecto, el lenguaje es al mismo tiempo un enemigo y un aliado. No es posible decir nada sin someterse a una sintaxis y a significaciones ya establecidas; aun en las instituciones más originales se deslizan frases hechas o hábitos estilísticos que van reduciendo la intensidad inicial de esas misma intuición, y si es dado inventar nuevas relaciones entre las palabras, sabemos que esa posibilidad tiene también sus límites. ¿No hay, además, finalmente, una distancia y hasta una distorsión entre lo que se escribe y lo que se quería escribir? El escritor lúcido es el que tienen conciencia de esa esclavitud y, por ello mismo, trata de sobreponerse al lenguaje, y de dominarlo. De ese acto nace la obra. Pero no se domina al lenguaje para someterlo, a su vez, a otra esclavitud, sino para liberarlo, para llevarlo a alcanzar la plenitud que de algún modo encierra. Si la obra es un triunfo sobre el lenguaje, la verdad es que también resulta ser un triunfo del lenguaje mismo.
¿No es en la obra, acaso, donde la palabra es más palabra o está más cerca de la Palabra? Y ya creada ¿no tiende la obra a independizarse de su autor y revelar significaciones que él no había previsto del todo? Es decir, ¿no hay en el propio lenguaje una energía intrínseca, una fuerza de contagio, que, lejos de ser esclavizante, actúa como una fuerza creadora? Aun la pobreza del lenguaje (no tenemos palabras, en verdad, para nombrarlo todo) ¿no ha servido para estimular todos los sistemas metafóricos y aun míticos? De tal suerte, no es raro que sean los escritores más rebeldes contra el lenguaje los que mayor pasión le profesan. Esas pasión puede ser, en sí misma, una absoluto. "En la vida del espíritu llega una momento en el que la escritura, al erigirse en principio autónomo, se convierte en destino", ha dicho, por ello, Cioran.
Pasión del lenguaje y rebelión contra el lenguaje: quizá estas dos actitudes no representan lo mismo para el escritor de antes, o le eran parcial o totalmente desconocidas. Antes, en efecto, el lenguaje no fundaba sino que estaba fundado en una verdad o en un orden superior y trascendente.El escritor podía o no interrogarse sobre el lenguaje, pero finalmente confiaba su validez a esa garantía superior; creía en su mundo y lo expresaba, lo ponía en palabras. El lenguaje, pues, no podía serle problemático: tenía confianza en él y, por tanto, no podía cuestionarlo. Con la historia moderna, toda garantía superior desde una trascendencia desaparece y así el lenguaje pierde su fundamentación. Ya Nietzsche observaba que no se puede decir esto es, sino esto significa; con lo cual no sólo ponía de relieve el paso de la trascendencia o lo absoluto a la inmanencia o lo relativo, sino que, además, le daba al lenguaje una función central en el mundo. Así, todo problema -teológico o filosófico, pero también el más cotidiano- se volvía un problema semántico. Si el lenguaje, por una parte, perdía su fundamentación, se convertía, por la otra, en la fundamentación de todo. En el pensamiento moderno –podría decirse-, el lenguaje sustituye a la verdad. De igual modo, en la poesía moderna, el lenguaje sustituye a la realidad.
Tal situación central del lenguaje no conduce, como podría creerse, a la confianza total por parte del escritor. Al contrario, éste comienza su obra interrogándolo, reflexionando sobre su poder o su eficacia. Por una parte, quiere llevar al lenguaje a su máxima posibilidad expresiva; por la otra, tiene conciencia no sólo de la máxima imposibilidad de lograrlo, sino también del equívoco que encierra la expresividad misma. En uno y otro caso, su actitud es crítica. En su búsqueda de una máxima posibilidad expresiva el escritor, ciertamente, lo que intenta es crear otro lenguaje: una alquimia verbal, una magia evocadora. O como proponía Mallarmé: a partir de ciertos vocablos, el verso debe “rehacer una palabra total, nueva, extraña al lenguaje y como encantatoria”. Así, crear otro lenguaje no es sólo cambiar el que tenemos; es también postular una suerte de absoluto verbal capaz (¿de nuevo?, ¿por primera vez?) de regir el universo.
Esta desmesura, como se ve, es problemática y aun lleva a una extrema tensión. No es extraño, por tanto, que la historia de la poesía moderna sea la historia de diversos fracasos; estos fracasos, sin embargo, pueden ser vistos como otras tantas victorias: la victoria de una conciencia que no renuncia a proponerse siempre lo más alto o lo más difícil y con ello, de algún modo, arroja una luz acusadora sobre la opacidad del mundo actual. Podría decirse que las victoria del no. La literatura moderna, o lo más vivo de ella, es anti-literatura, pero en la medida en que quiere transgredir toda literatura; las obras optan por ser fragmentos o vestigios de obras, peor en la medida en que intentan, aun sabiendo que no lo lograrán, ser la Obra. Aunque la formula como un reproche, el propio Cioran hace una descripción bastante exacta de este hecho. “Nos interesamos cada vez más –afirma- no en lo que el autor ha dicho sino en lo que hubiera querido decir, no en sus actos sino en sus proyectos; menos en su obra real que en su obra ideada.” Añade igualmente: “Somos fervientes de la obra abortada, abandonada en el camino, imposible de concluir, minada por sus propias exigencias”. Es innecesario advertir que esa fascinación por lo negativo o lo inconcluso no es sino un resultado de la lucidez: aparte de que corresponde a una disciplina y a una ética, es también crítica del mundo y del hombre. ¿No es también preferible la ambición extrema, que se anula a sí misma, a la mediocridad o rutina cumplida?
El lenguaje es el mayor de lso bienes dados al hombre, y el más peligroso también, decía Hölderlin. Es peligroso quizá, y sobre todo, por la fatalidad de su propia naturaleza. Nos pone en contacto con el mundo a la vez que nos aleja de él; introduce un orden o una inteligibilidad en la existencia, pero también la muerte: las palabra son abstracciones que “fijan” o “congelan” una realidad (y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento. La literatura, por su parte, no sería más que el intento por trascender esa fatalidad verbal, subraya Hegel hasta Barthes, así como por casi todos los poetas modernos. Ese intento es siempre dilemático: ¿cómo trascender esa fatalidad sin cobrar conciencia de ella y, por otra parte, cómo cobrar conciencia de ella sin que la fuerza creadora de la literatura se vea afectada? No es todo. La literatura se lleva bien con ese dilema y es obvio que si ella existe es porque de algún modo logra superarlo; su lenguaje, en efecto, es un metalenguaje.
En cambio, ¿no hay otra fatalidad del lenguaje, ya de carácter social, que es todavía determinante? Sabemos que la ambigüedad –otros dirían hoy la indeterminación- del lenguaje puede ser una riqueza: una manera de encarnar la diversidad del mundo, la secreta complejidad de la vida, diría Borges. Pero es obvio que esa ambigüedad puede ser empleada con otros fines: falsificar los hechos, manipular o dirigir las conciencias. Dominada por la propaganda en todos su niveles (las ideologías, incluso el arte mismo, parecen regidas por el mismo principio de la publicidad comercial), la sociedad contemporánea ha mostrado su pericia en el logro de esos fines, abusando del equívoco, las discusiones semánticas, los eufemismos y aún las metáforas. Ya el lenguaje no sólo sirve para todo y, por supuesto, para nada; también se ha creado un doble lenguaje cuyo código sigue funcionando para robustecer el poder: la astucia, no la verdad. Ya George Orwell, en un ensayo muy conocido sobre el tema, ha hecho una descripción de tales mecanismos; no vamos a repetirla ahora. Lo importante es señalar que, según esa descripción, ya no hay palabras puras o inocentes: toda palabra nos remite a una realidad contraria, a la que encubre, lejos de revelarla. El comisario y el psicólogo de masas –diría Paz- son los que hoy dirigen nuestro lenguaje. También el propio Paz, en uno de sus libros, lo recuerda: cuando una sociedad se degrada, política y socialmente, lo primero que se gangrena es el lenguaje (Posdata, 1970). Inversamente, habría que decir que toda justicia, política y social, tiene que comenzar por el reencuentro de la palabra justa.
Fatalidad constitutiva o social del lenguaje: ¿no habría que preguntarse también si el “verbalismo” no es un mal inherente a la cultura occidental, ajena, con raras excepciones, al silencio como experiencia interior y como sabiduría del mundo? Ese mal tiende, por supuesto, a agudizarse en nuestra época. Si el conocido aforismo “quien calla, otorga” encierra alguna verdad, ya hoy es habitual encontrarse con la inversión de su práctica: son los más culpables y aun los que poco o nada tienen que decir los que menos (o nunca) callan.
La crítica del lenguaje por parte del poeta, contempla, explícitamente o no, todos estos planos. Es una crítica que incide, por tanto, en la conciencia del hombre: lo hace reconsiderar su posición en el mundo y responsabilizarse con sus palabras: que sus palabras mantengan la palabra (y la Palabra). No se trata de cambiar el lenguaje, sino, en verdad, de cambiar el lenguaje. Cambiarlo es rescatarla, devolverle su plenitud, o descubrirla, inventarla. “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” no es un mero intento de preciosismo, como algunos creen, sino de purificación más profunda. Una crítica que se impone a estas exigencias dentro de la obra misma ¿no encierra una verdadera lucidez creadora, aun cuando esté continuamente al borde de su propia destrucción?
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