Gracias a la lectura de este ensayo, y del texto "El abandono de la palabra", de George Steiner, iniciamos nuestra reflexión en torno al
lenguaje, la comunicación, la palabra y otras formas comunicativas.
Indagamos las diferencias entre las formas del pensamiento y la
creación, de la oralidad y de la escritura. Hablamos de la tecnología de
la palabra.
La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la
confianza: el signo y el objeto representado eran lo mismo. La escultura era un
doble del modelo; la fórmula ritual una producción de la realidad, capaz de
re-engendrarla. Hablar era re-crear el objeto aludido. La exacta pronunciación
de las palabras mágicas era una de las primeras condiciones de su eficacia. La
necesidad de preservar el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la
gramática, en la India védica. Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron
que entre las cosas y sus nombres se abría un abismo. Las ciencias del lenguaje
conquistaron su autonomía apenas cesó la creencia en la identidad entre el
objeto y su signo. La primera tarea del pensamiento consistió en fijar un
significado preciso y único a los vocablos; y la gramática se convirtió en el
primer peldaño de la lógica. Mas las palabras son rebeldes a la definición. Y
todavía no cesa la batalla entre la ciencia y el lenguaje.
La historia del hombre podría reducirse a la de las
relaciones entre las palabras y el pensamiento. Todo período de crisis se
inicia o coincide con una crítica del lenguaje. De pronto se pierde fe en la
eficacia del vocablo: “Tuve a la belleza en mis rodillas y era amarga”, dice el
poeta. ¿La belleza o la palabra? Ambas: la belleza es inasible sin las
palabras. Cosas y palabras se desangran por la misma herida. Todas las
sociedades han atravesado por estas crisis de sus fundamentos que son, asimismo
y sobre todo, crisis del sentido de ciertas palabras. Se olvida con frecuencia
que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están
hechos de palabras: son hechos verbales. En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: “Si
el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera
medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje.” No sabemos en dónde empieza
el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se
corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos
y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se apoyan en sus nombres y
viceversa. Nietzsche inicia su crítica de los valores enfrentándose a las
palabras: ¿qué es lo que quieren decir realmente virtud, verdad o justicia? Al
desvelar el significado de ciertas palabras sagradas e inmutables -precisamente
aquellas sobre las que reposaba el edificio de la metafísica occidental- minó
los fundamentos de esa metafísica. Toda crítica filosófica se inicia con un
análisis del lenguaje.
El equívoco de toda filosofía depende de su fatal
sujeción a las palabras. Casi todos los filósofos afirman que los vocablos son
instrumentos groseros, incapaces de asir la realidad. Ahora bien, ¿es posible
una filosofía sin palabras? Los símbolos son también lenguaje, aun los más abstractos
y puros, como los de la lógica y la matemática. Además, los signos deben ser
explicados y no hay otro medio de explicación que el lenguaje. Pero imaginemos
lo imposible: una filosofía dueña de un lenguaje simbólico o matemático sin
referencia a las palabras. El hombre y sus problemas -tema esencial de toda
filosofía- no tendrían cabida en ella. Pues el hombre es inseparable de las
palabras. Sin ellas, es inasible. El hombre es un ser de palabras. Y a la
inversa: toda filosofía que se sirve de palabras está condenada a la
servidumbre de la historia, porque las palabras nacen y mueren, como los
hombres. Así, en un extremo, la realidad que las palabras no pueden expresar;
en el otro, la realidad del hombre que sólo puede expresarse con palabras. Por
tanto, debemos someter a examen las pretensiones de la ciencia del lenguaje. Y
en primer término su postulado principal: la noción del lenguaje como objeto.
Si todo objeto es, de alguna manera, parte del sujeto
cognoscente -límite fatal del saber al mismo tiempo que única posibilidad de
conocer- ¿qué decir del lenguaje? Las fronteras entre objeto y sujeto se
muestran aquí particularmente indecisas. La palabra es el hombre mismo. Estamos
hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio
de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de
conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida
es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado. Todo aprendizaje
principia como enseñanza de los verdaderos nombres de las cosas y termina con
la revelación de la palabra-llave que nos abrirá las puertas del saber. O con
la confesión de ignorancia: el silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está
preñado de signos. No podemos escapar del lenguaje. Cierto, los especialistas
pueden aislar el idioma y convertirlo en objeto. Mas se trata de un ser
artificial arrancado a su mundo original ya que, a diferencia de lo que ocurre
con los otros objetos de la ciencia, las palabras no viven fuera de nosotros.
Nosotros somos su mundo y ellas el nuestro. Para apresar el lenguaje no tenemos
más remedio que emplearlo. Las redes de pescar palabras están hechas de
palabras. No pretendo negar con esto el valor de los estudios lingüísticos.
Pero los descubrimientos de la lingüística no deben hacernos olvidar sus
limitaciones: el lenguaje, en su realidad última, se nos escapa. Esa realidad
consiste en ser algo indivisible e inseparable del hombre. El lenguaje es una
condición de la existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema
convencional de signos que podemos aceptar o desechar. El estudio del lenguaje,
en este sentido, es una de las partes de una ciencia total del hombre.[1]
Afirmar que el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre
contradice una creencia milenaria. Recordemos cómo principian muchas fábulas:
“Cuando los animales hablaban…” Aunque parezca extraña esta creencia fue
resucitada por la ciencia del siglo pasado. Todavía muchos afirman que los
sistemas de comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados
por el hombre. Para algunos sabios no es una gastada metáfora hablar del
lenguaje de los pájaros.
En efecto, en los lenguajes animales aparecen las dos
notas distintivas del habla: el significado -reducido, es cierto, al nivel más
elemental y rudimentario- y la comunicación. El grito animal alude a algo, dice
algo: posee significación. Y ese significado es recogido y, por decirlo así,
comprendido por los otros animales. Esos gritos inarticulados constituyen un
sistema de signos comunes, dotados de significación. No es otra la función de
las palabras. Por tanto, el habla no es sino el desarrollo del lenguaje animal,
y las palabras pueden ser estudiadas como cualquiera de los otros objetos de la
ciencia de la naturaleza.
El primer reparo que podría oponerse a esta idea es la
incompatible complejidad del habla humana; el segundo, la ausencia de
pensamiento abstracto en el lenguaje animal. Son diferencias de grado, no de
esencia. Más decisivo me parece lo que Marshall Urban llama la función
tripartita de los vocablos: las palabras indican o designan, son nombres;
también son respuestas instintivas o espontáneas a un estímulo material o
psíquico, como en el caso de las interjecciones y onomatopeyas; y son
representaciones: signos y símbolos. La significación es indicativa, emotiva y
representativa. En cada expresión verbal aparecen las tres funciones, a niveles
distintos y con diversa intensidad. No hay representación que no contenga
elementos indicativos y emotivos; y lo mismo debe decirse de la indicación y la
emoción. Aunque se trata de elementos inseparables, la función simbólica es el
fundamento de las otras dos. Sin representación no hay indicación: los sonidos
de la palabra pan son signos sonoros
del objeto al que aluden; sin ellos la función indicativa no podría realizarse:
la indicación es simbólica. Y del mismo modo: el grito no sólo es respuesta
instintiva a una situación particular sino indicación de esa situación por
medio de una representación: palabra, voz. En suma, “la esencia del lenguaje es
la representación, Darstellung, de un
elemento de experiencia por medio de otro, la relación bipolar entre el signo o
el símbolo y la cosa significada o simbolizada, y la conciencia de esa
relación”.[2]
Caracterizada así el habla humana Marshall Urban pregunta a los especialistas
si en los gritos animales aparecen las tres funciones. La mayor parte de los
entendidos afirma que “la escala fonética de los monos es enteramente
‘subjetiva’ y puede expresar sólo emociones, nunca designar o describir
objetos” Lo mismo se puede decir de sus gestos faciales y demás expresiones
corporales. Es verdad que en algunos gritos animales hay débiles indicios de
indicación, mas en ningún caso se ha comprobado la existencia de la función
simbólica o representativa. Así pues, entre el lenguaje animal y humano hay una
ruptura. El lenguaje humano es algo radicalmente distinto de la comunicación
animal. Las diferencias entre ambos son del orden cualitativo y no
cuantitativo. El lenguaje es algo exclusivo del hombre.[3]
Las hipótesis tendientes a explicar la génesis y el
desarrollo del lenguaje como el paso gradual de lo simple a lo complejo -por
ejemplo, de la interjección, el grito o la onomatopeya a las expresiones
indicativas y simbólicas- parecen igualmente desprovistas de fundamento. Las
lenguas primitivas ostentan una gran complejidad. En casi todos los idiomas
arcaicos existen palabras que por sí mismas constituyen frases y oraciones
completas. El estudio de los lenguajes primitivos confirma lo que nos revela la
antropología cultural: a medida que penetramos en el pasado no encontramos,
como se pensaba en el siglo XIX, sociedades más simples, sino dueñas de una
desconcertante complejidad. El tránsito de lo simple a lo complejo puede ser
una constante en las ciencias naturales pero no en las de la cultura. Aunque la
hipótesis del origen animal del lenguaje se estrella ante el carácter
irreductible de la significación, en cambio tiene la gran originalidad de
incluir el “lenguaje en el campo de los movimientos expresivos”.[4]
Antes de hablar, el hombre gesticula. Gestos y movimientos poseen
significación. Y en ella están presentes los tres elementos del lenguaje:
indicación, emoción y representación. Los hombres hablan con las manos y con el
rostro. El grito accede a la significación representativa e indicativa al
aliarse con esos gestos y movimientos. Quizá el primer lenguaje humano fue la
pantomima imitativa y mágica. Regidos por las leyes del pensamiento analógico,
los movimientos corporales imitan y recrean objetos y situaciones.
Cualquiera que sea el origen del habla, los especialistas
parecen coincidir, en la “naturaleza primariamente mítica de todas las palabras
y formas del lenguaje… “La ciencia moderna confirma de manera impresionante la
idea de Herder y los románticos alemanes: “parece indudable que desde el
principio el lenguaje y el mito permanecen en una inseparable correlación…
Ambos son expresiones de una tendencia fundamental a la formación de símbolos:
el principio radicalmente metafórico que está en la entraña de toda función de
simbolización”.[5] Lenguaje y mito son vastas
metáforas de la realidad. La esencia del lenguaje es simbólica porque consiste
en representar un elemento de la realidad por otro, según ocurre con las
metáforas. La ciencia verifica una creencia común a todos los poetas de todos
los tiempos: el lenguaje es poesía en estado natural. Cada palabra o grupo de
palabras es una metáfora. Y asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo
susceptible de cambiarse en otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la
palabra pan, tocada por la palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el
sol, a su vez, se vuelve un alimento luminoso. La palabra es un símbolo que
emite símbolos. El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora
original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un
ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre
es una metáfora de sí mismo. […]
Octavio Paz (1981): El arco y la lira. México: Fondo de
Cultura Económica.
[1]
Hoy, quince años después de escrito este párrafo no diría exactamente lo mismo.
La lingüística. gracias sobre todo a N. Trubetzkoy y a Roman Jakobson, ha
logrado aislar al lenguaje como un objeto, al menos en el nivel fonológico.
Pero si, como dice el mismo Jakobson, la lingüística ha anexado el sonido al
lenguaje (fonología), aún no ha realizado la operación complementaria: anexar
el sentido al sonido (semántica). Desde este punto de vista mi juicio sigue
siendo válido. Señalo, además, que los descubrimientos de la lingüística -por
ejemplo: la concepción del lenguaje como un sistema inconsciente y que obedece
a leyes estrictas e independientes sic nuestra voluntad- convierten más y más a
esta ciencia en una disciplina central en el estudio del hombre. Como parte de
esa ciencia general de los signos que propone Lévi-Strauss, la lingüística
colinda, en uno de sus extremos, con la cibernética y, en el otro con la
antropología. Así, quizá será el punto de unión entre las ciencias exactas y
las ciencias humanas.
[2]
Wilbur Marshall Urban, Lenguaje y
realidad, Lengua y Estudios Literarios, Fondo de Cultura Económica, México,
1952.
[3]
Hoy no afirmaría de modo tan tajante las diferencias entre comunicación animal
y humana. Cierto, hay ruptura o hiato entre ellas pero ambas son parte de ese
universo de comunicación, presentido por todos los poetas bajo la forma de la
analogía universal, que ha descubierto la cibernética.
[4]
Obra citada.
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