(Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A., 2002):

Francisco Massiani
Foto extraída de: http://www.letralia.com/ciudad/hernandez/120328.htm
“pienso en una escena maravillosa: Julia borracha corriendo por Sabana Grande y José completamente borracho detrás de ella. Julia se detiene. José la abraza. Julia se da vuelta y lo besa. José se une a ella, y desde lejos yo los observo y escribo que son un árbol. Un árbol de carne que se mueve. De pronto, un policía aparece en escena y les pide que dejen el relajo: se me acabó el capítulo. Es decir, por más que quiera mentir y hablar de cosas que no suceden, la misma imaginación se ve acorralada y burlada por personajes imprevistos que acaban con la novela. También pienso en otro capítulo: José en el auto, y Julia en el auto. Esto no es mentira: José tiene un auto y Julia se lo roba a su mamá cuando puede. Bueno. Hasta aquí todo va bien. De repente el auto patina. Se sale de la autopista y se vuelve añicos. Julia con la cabeza rota y José con una pierna enyesada. Lo visito en el hospital.
(…)
Y así una cantidad de pendejadas parecidas, hasta que no aguanto, arranco el papel, lo arrugo, lo vuelvo pelota y lo lanzo por la ventana. Escenas. Diálogos. Cosas. En fin, cosas que pueden hacer despertar la curiosidad de un ocioso, para que pueda el ocioso entretenerse. Y siempre termino cansado. Fatigado. Asqueado de mentir y de imaginar todo aquello que deseo hacer y no puedo.
(…)
Me echo en la cama o me quedo mirando fijamente algún punto invisible del espacio, y pienso, hasta que no sé de mí: las ideas son como papagayos. Como papagayos que están sujetos a nosotros por hilos invisibles, y a veces hay demasiado viento y el viento los arrastra y se los lleva lejos. Tan lejos, que es difícil regresar y saber de mí. De este cuerpo y este nombre. De mis necesidades y costumbres. Hay días que esas ideas se vuelven trenes, o caballos, o ciudades, o montañas nevadas, y es tan fácil imaginarlo, tan fácil vivir esas montañas y esas ciudades, que al volver a este cuarto, la mesa, la máquina, todo es insoportable.
Entonces temo que un día el hilo invisible se rompa y quede convertido en papagayo, volando en el aire, sin saber nunca más de mí ni de nadie. Es horrible.” (pp. 27-29)
“Creo que Lagar todavía está molesto conmigo. Lo digo por su silencio. Estoy seguro que lo hizo adrede. No quería contarme nada, y es de los que hablan. Ahora no sé qué voy a hacer. (Dije: “Qué voy a ser”, y no “Qué voy a hacer”. Hay una gran diferencia entre las palabras que salen por la boca y las que se escriben.)” (p. 44)
“debe ser dificilísimo para esos pobres infelices hacer una novela. Ahora me doy cuenta. Lo digo a propósito de lo que debe contarse y lo que debe olvidar un escritor. Lo que quiero decir, a ver si alguna vez me explico como Dios manda, es que ignoro lo que debe darse lugar en las páginas y lo que hay que dejar a un lado. Supongo que debe ser lo más importante de la vida. Pero, entonces, ¿qué es lo más importante de al vida? Ya no lo digo por lo de la novela. Lo digo por mí. Lo digo porque me ocurre que no sé qué debo tomar de la vida. Lo digo porque no sé qué es más importante, en serio, si el árbol que está frente a mi casa o la calentera de la playa. Supongo que lo de la playa. Pero, bueno. Supongo que tampoco es importante. Y ya estoy cansado de escribir la palabra “importante”. Cuando repito demasiado una palabra, termina por hastiarme de tal manera que todas las palabras me parecen un asco. Recuerdo que cuando escribía el diario, cuando me dio por y que escribir el diario, yo quería escribir de tal manera que necesitaba sentir el árbol. Necesitaba verlo en el papel, pero eso es dificilísimo y tenía que repetir y repetir una frase hasta que sentía que las palabras olían a rata podrida y todo me daba asco. Yo creo que se debe a que tú quieres meterte en la palabra. O sea que necesitas recordar el árbol tan bien, que pueda imprimirse el sabor del árbol, y para lograrlo debes meterte a ti dentro de la palabra, y si repites mucho la palabra, se machuca tanto que no queda de ella más que una cosa aplastada. Una cosa estropeada que no significa nada, y como tú estabas dentro de la palabra, te machacabas y quedabas tan destrozado como el sentido que tenía. No sólo el contenido de la palabra se evapora, sino que te evaporas tú con ella, y todo lo que tú eres. Se los cuento porque ninguno de ustedes ha intentado estúpidamente, como yo, escribir un diario o una novela. Y ahora, en cierto modo, lo comprendo: nosotros no somos personajes extraordinarios.
(…)
Estoy a punto de escribir de lo que se me dé la gana. Lo malo, como ya les dije, es que no me gusta mentir. Y tampoco me gusta estar escarbando en el pasado. Termino por espiar las moscas. Me quedo volando. Me quedo recordando y recordando episodios desorganizados que sólo servirían para un cuento de los que se escriben hoy en día, que no son más que larguísimos crucigramas, que sólo pueden ser entendidos por el infeliz que los parió. En serio. Palabra de hombre que me parece una canallada. Un acto mezquino, un egoísmo sin límites, eso de estar fabricando estilos o rompecabezas para dárselas de brillante o superoriginal. A veces (porque no es la primera vez que ociosamente pienso en estos asuntos) creo que se trata de no tener ya nada que contar.
Creo que hace millones de años la gente necesitaba contar algo. Quiero decir: el escritor, cuando se ponía a escribir, quería decir algo, contar algo. Y bueno, eso está muy bien. (…) Pero llegó un día en que al escritor le importó más la forma de contarlo que lo que podía o no contar, y se puso con jeringas, y tijeras, y a cambiar una palabrita para acá, y otra más arriba, y bla-bla-bla, hasta que llegamos a nuestro siglo y todo lo que se escribe es un asco. Por supuesto que no todo. Además, yo no leo tanto; más bien me es difícil leer. Le tengo a ratos miedo hereje, porque siento que voy a sufrir toda una metamorfosis capaz de convertirme en monje o asesino. O sea que me pegan mucho las cosas.
(…)
Quizá escribiendo de estos días pueda hacer más tarde una novela. El argumento sería el siguiente: Yo —así le doy un tonito siglo veinte―, un personaje que quiere escribir una novela, y para conseguirlo se marcha a casa del amigo. (José sería el amigo. Y no te caliente. Te trataré lo más generosamente posible.) Y escribe, o escribo, mejor dicho, todo cuanto ve, observa, siente, durante los días que permanece en el departamento del amigo (José). Sería la novela de las vacaciones de esa gente (de nosotros, y no es coba, porque estamos de vacaciones). Y sería la novela de estos idiotas. Lo malo es que posiblemente vendría resultando la novela una idiotez cuádruple. Pero no hay que deprimirse. Flautín tiene razón. “Si vas a escribir, tienes que comprender que escribir es sufrir en reposo.” (…)” (pp. 48-53)
“La negra esperó su Coca-cola y creo que se fumó un cigarro, pero no estoy muy seguro. Lo que quiero, José, es que te imagines bien esos ojos. Palabra que es algo sencillamente maravilloso. Son como dos lagunas de miel negra. Y no son ganas de hacer frases bonitas. Es verdad. Son como dos profundos lagos de miel negra, donde tú te sumerges y te sientes feliz.
Lagunas de aguas tranquilas. Buena gente. Dos lagunas amigas que te lavan el cuerpo y las manos y los ojos. Y ves pichones que se elevan del agua. Pichones que vuelan y parpadean en tu piel. Y sientes en tu piel las alas tibias. Y cuando los pichones te han mojado, regresan a las lagunas profundas y allí se quedan dormidos.
Es difícil. Es muy difícil hablar de estos ojos. Pero yo quiero hablar de ellos, porque esta tarde, heroicamente, me sentía feliz de sólo mirarlos. Y puedes compararlo con lo que más gustes, José, pero en todo caso piensa, trata de sentir esa temperatura mansa.” (p. 65)
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