El abandono de la palabra, por George Steiner



Gracias a la lectura de este texto de Steiner y del ensayo "El lenguaje" de Octavio Paz, iniciamos nuestra reflexión en torno al lenguaje, la comunicación, la palabra y otras formas comunicativas. Indagamos las diferencias entre las formas del pensamiento y la creación, de la oralidad y de la escritura. Hablamos de la tecnología de la palabra.


I.
El Apóstol nos dice que en el principio era la Palabra. No nos da garantía alguna sobre el final. (...) Al hecho de su herencia greco—judía debe la civilización occidental su carácter esencialmente verbal. Este carácter lo damos por sentado. Es la raíz y el fruto de nuestra experiencia y no nos es fácil trasponer fuera de ella lo que imaginamos. Vivimos dentro del acto del discurso. Pero no podemos presumir que la matriz verbal sea la única donde concebir la articulación y la conducta del intelecto. Hay modalidades de la realidad intelectual y sensual que no se fundamentan en el lenguaje sino en otras fuerzas comunicativas, como la imagen o la nota musical. Y hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio. Es difícil hablar de éstas, pues ¿cómo puede el habla transmitir con justicia la forma y la vitalidad del silencio? Pero puedo citar ejemplos de lo que quiero decir.
En ciertas metafísicas orientales, en el budismo y el taoísmo, se contempla el alma como si ascendiera desde las toscas trabas de lo material, a lo largo de ámbitos perceptivos que pueden expresarse en un lenguaje noble y preciso, hacia un silencio cada vez más profundo. El más alto, el más puro alcance del acto contemplativo es aquél que ha conseguido dejar detrás de sí al lenguaje. Lo inefable está más allá de las fronteras de la palabra. Es sólo al derribar las murallas de la palabra cuando la observación visionaria puede entrar en el mundo del entendimiento total e inmediato. Cuando se logra ese entendimiento, la verdad no necesita sufrir ya las impurezas y fragmentaciones que el lenguaje acarrea necesariamente. No tiene por qué adecuarse a la concepción ingenua, lógica y lineal del tiempo, implícita en la sintaxis. En la verdad última, pasado, presente y futuro se abarcan simultáneamente. Es la estructura temporal del lenguaje la que artificialmente los distingue. Este punto es crucial.
El santo, el iniciado, no sólo se aleja de las tentaciones de la acción mundana; se aleja también del habla. Su retiro a la cueva de la montaña o a la celda monástica es el ademán externo de su silencio. Incluso a los que sólo son novicios en esta difícil senda se les enseña a recelar del velo del lenguaje, a que lo rasguen para ir hacia lo más auténtico. El Koan zen —conoces el sonido de dos manos que dan palmas: ¿cuál es el sonido de una sola?— es un ejercicio de verdaderos principiantes en el abandono de la palabra.
La tradición occidental sabe también de trascendencias del lenguaje hacia el silencio. El ideal trapense se remonta a abandonos del habla tan antiguos como los de los estilitas o los Padres del desierto. (...) Pero desde el punto de vista occidental, este orden de experiencias tiene inevitablemente un sabor a misticismo. Y aunque se tribute homenaje verbal a la santidad de la vocación mística, la actitud occidental predominante es la del cardenal Newman, la de que el misticismo comienza en fantasía y termina en herejía. Muy pocos poetas de occidente —acaso sólo Dante— han convencido a la imaginación con la autoridad de la experiencia transracional. Aceptamos, en el flamante final del Paradiso, la ceguera del ojo y del entendimiento frente a la totalidad de la visión. Pero Pascal está más cerca de la corriente principal de la sensibilidad clásica de occidente cuando dice que el silencio del espacio cósmico le aterra. Para el taoísta ese mismo silencio transmite la tranquilidad y la inminencia de Dios.
La primacía de la palabra, de lo que puede decirse y comunicarse en el discurso, es característico del genio griego y judío y llegó hasta el cristianismo. El sentido clásico y el sentido cristiano del mundo se esfuerzan por ordenar la realidad bajo el régimen del lenguaje. La literatura, la filosofía, la teología, el derecho, el arte, la historia, son empresas para encerrar dentro de los límites del discurso racional el total de la experiencia humana, el registro de su pasado, su condición actual y sus expectativas futuras. El código de Justiniano, la Summa de Santo Tomás, las crónicas del mundo y los compendios de la literatura medieval, la Divina Comedia, son intentos de abarcar la totalidad. Son testimonios solemnes de la creencia en que toda la verdad y todo lo real —con la excepción de una zona reducida y curiosa en la cumbre misma— pueden alojarse dentro de las paredes del lenguaje.
II.
El mundo de las palabras se ha encogido. (...) ¿Significa esto que hoy se emplean efectivamente menos palabras? Esta es una cuestión muy intrincada y, hasta el momento, irresoluta. (...) El verdadero problema radica no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el lenguaje el uso corriente actual. Si el cálculo de McKnight es fidedigno (English words and their back-ground, 1923), el cincuenta por ciento del habla coloquial en Inglaterra y los Estados Unidos comprende sólo treinta y cuatro palabras básicas; y los medios contemporáneos de información de masas, para ser entendidos en todas partes, han reducido al inglés a una condición semianalfabeta. El lenguaje de Shakespeare o de Milton pertenece a una etapa de la historia en que las palabras tenían un dominio natural de la experiencia. El escritor de hoy tiende a usar cada vez menos palabras y cada vez más simples, tanto porque la cultura de masas ha diluido el concepto de cultura literaria como porque la suma de realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha disminuido de manera alarmante.
Esta disminución —el hecho de que la imagen del mundo se esté alejando de los tentáculos comunicativos de la palabra— ha tenido su repercusión en la calidad del lenguaje. A medida que la conciencia occidental se independiza de los recursos del lenguaje para ordenar la experiencia y dirigir los negocios del espíritu, las palabras mismas parecen haber perdido algo de su precisión y vitalidad. Esta es, ya lo sé, una noción que se presta a controversia. Supone que el lenguaje tiene una “vida” propia en un sentido que va más allá del metafórico. Parte de que conceptos como agotamiento y corrupción se aplican al lenguaje mismo, no sólo al uso que los hombres hacen de él. (...) A la mayoría de los lingüistas le parecerían sospechosas todas las implicaciones de una vitalidad interna, independiente, del lenguaje. Pero permítanme indicar lo que quiero decir.
En el manejo del idioma inglés en los períodos Tudor, isabelino y jacobita hay un sentimiento de descubrimiento, de adquisición exuberante, que nunca más se ha vuelto a reconquistar íntegramente. Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si éstas fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Erasmo nos cuenta cómo se inclinó extático en un camino enfangado cuando sus ojos dieron con un trozo de papel impreso, tal era el nuevo milagro de la palabra impresa. Así es como los siglos XVI y XVII parecían contemplar al lenguaje mismo. Tenían ante sí el gran tesoro cuyas puertas se hubieran abierto de improviso y lo saqueaban con la sensación de que era infinito. El instrumento que tenemos ahora en nuestras manos está, por el contrario, gastado por un largo uso. Y los imperativos de la cultura y la comunicación de masas le han obligado a desempeñar papeles cada vez más grotescos.
¿Qué cosa, fuera de verdades a medias, simplificaciones groseras o trivialidades puede, en efecto, comunicársele a ese público de masas semianalfabeto, que la democracia moderna ha reunido en las plazas? La comunicación sólo puede hacerse efectiva dentro de un lenguaje disminuido o corrupto. (...) Los “investigadores de la motivación”, esos sepultureros del lenguaje culto, nos dicen que el anuncio perfecto no debe tener palabras de más de dos sílabas ni oraciones con frases subordinadas. En los Estados Unidos se han impreso millones de copias de “Shakespeare” o de la “Biblia” en forma de tiras cómicas, con frases en inglés básico. (...) El lenguaje de los medios de información y de la publicidad, o el estilo de los actuales debates políticos son pruebas evidentes de un abandono de la vitalidad y la precisión. El inglés utilizado por el señor Eisenhower en sus conferencias de prensa, como el que se emplea para vender un nuevo detergente, no estaba destinado ni a comunicar las verdades urgentes de la vida nacional ni a agilizar la inteligencia de sus oyentes. Estaba diseñado para eludir los requisitos del significado o para deslizarse sobre ellos. Cuando a un estudio sobre la lluvia radioactiva se le puede dar el título de “operación insolación”, el lenguaje de una comunidad ha llegado a un estado peligroso.
Ya sea que una disminución de la fuerza vital del lenguaje mismo contribuye al desdoro y mengua de los valores morales y políticos, ya sea que la reducción de la vitalidad del organismo político socava al lenguaje, una cosa es cierta. El instrumento de que dispone el escritor moderno está amenazado por restricciones externas y por decadencia interna. En el mundo de lo que R.P. Blackmur llama “el nuevo analfabetismo”, el hombre para el cual es esencial el más alto saber literario, el escritor, se encuentra en una situación precaria. (...)

George Steiner (1994): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona: Gedisa.

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