Gracias a la lectura de este texto de Steiner y del ensayo "El lenguaje" de Octavio Paz, iniciamos nuestra reflexión en torno al lenguaje, la comunicación, la palabra y otras formas comunicativas. Indagamos las diferencias entre las formas del pensamiento y la creación, de la oralidad y de la escritura. Hablamos de la tecnología de la palabra.
I.
El Apóstol nos dice que en el principio era la Palabra. No nos da
garantía alguna sobre el final. (...) Al hecho de su herencia greco—judía debe
la civilización occidental su carácter esencialmente verbal. Este carácter lo
damos por sentado. Es la raíz y el fruto de nuestra experiencia y no nos es
fácil trasponer fuera de ella lo que imaginamos. Vivimos dentro del acto del
discurso. Pero no podemos presumir que la matriz verbal sea la única donde
concebir la articulación y la conducta del intelecto. Hay modalidades de la
realidad intelectual y sensual que no se fundamentan en el lenguaje sino en
otras fuerzas comunicativas, como la imagen o la nota musical. Y hay acciones
del espíritu enraizadas en el silencio. Es difícil hablar de éstas, pues ¿cómo
puede el habla transmitir con justicia la forma y la vitalidad del silencio?
Pero puedo citar ejemplos de lo que quiero decir.
En ciertas metafísicas orientales, en el budismo y el taoísmo, se
contempla el alma como si ascendiera desde las toscas trabas de lo material, a
lo largo de ámbitos perceptivos que pueden expresarse en un lenguaje noble y
preciso, hacia un silencio cada vez más profundo. El más alto, el más puro
alcance del acto contemplativo es aquél que ha conseguido dejar detrás de sí al
lenguaje. Lo inefable está más allá de las fronteras de la palabra. Es sólo al
derribar las murallas de la palabra cuando la observación visionaria puede
entrar en el mundo del entendimiento total e inmediato. Cuando se logra ese
entendimiento, la verdad no necesita sufrir ya las impurezas y fragmentaciones
que el lenguaje acarrea necesariamente. No tiene por qué adecuarse a la
concepción ingenua, lógica y lineal del tiempo, implícita en la sintaxis. En la
verdad última, pasado, presente y futuro se abarcan simultáneamente. Es la
estructura temporal del lenguaje la que artificialmente los distingue. Este
punto es crucial.
El santo, el iniciado, no sólo se aleja de las tentaciones de la
acción mundana; se aleja también del habla. Su retiro a la cueva de la montaña
o a la celda monástica es el ademán externo de su silencio. Incluso a los que
sólo son novicios en esta difícil senda se les enseña a recelar del velo del
lenguaje, a que lo rasguen para ir hacia lo más auténtico. El Koan zen —conoces
el sonido de dos manos que dan palmas: ¿cuál es el sonido de una sola?— es un
ejercicio de verdaderos principiantes en el abandono de la palabra.
La tradición occidental sabe también de trascendencias del
lenguaje hacia el silencio. El ideal trapense se remonta a abandonos del habla
tan antiguos como los de los estilitas o los Padres del desierto. (...) Pero
desde el punto de vista occidental, este orden de experiencias tiene
inevitablemente un sabor a misticismo. Y aunque se tribute homenaje verbal a la
santidad de la vocación mística, la actitud occidental predominante es la del
cardenal Newman, la de que el misticismo comienza en fantasía y termina en
herejía. Muy pocos poetas de occidente —acaso sólo Dante— han convencido a la
imaginación con la autoridad de la experiencia transracional. Aceptamos, en el
flamante final del Paradiso, la ceguera del ojo y del entendimiento frente a la
totalidad de la visión. Pero Pascal está más cerca de la corriente principal de
la sensibilidad clásica de occidente cuando dice que el silencio del espacio
cósmico le aterra. Para el taoísta ese mismo silencio transmite la tranquilidad
y la inminencia de Dios.
La primacía de la palabra, de lo que puede decirse y comunicarse
en el discurso, es característico del genio griego y judío y llegó hasta el
cristianismo. El sentido clásico y el sentido cristiano del mundo se esfuerzan
por ordenar la realidad bajo el régimen del lenguaje. La literatura, la
filosofía, la teología, el derecho, el arte, la historia, son empresas para
encerrar dentro de los límites del discurso racional el total de la experiencia
humana, el registro de su pasado, su condición actual y sus expectativas
futuras. El código de Justiniano, la Summa de Santo Tomás, las crónicas del
mundo y los compendios de la literatura medieval, la Divina Comedia, son
intentos de abarcar la totalidad. Son testimonios solemnes de la creencia en
que toda la verdad y todo lo real —con la excepción de una zona reducida y
curiosa en la cumbre misma— pueden alojarse dentro de las paredes del lenguaje.
II.
El mundo de las palabras se ha encogido. (...) ¿Significa esto que
hoy se emplean efectivamente menos palabras? Esta es una cuestión muy
intrincada y, hasta el momento, irresoluta. (...) El verdadero problema radica
no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el
lenguaje el uso corriente actual. Si el cálculo de McKnight es fidedigno (English words and their back-ground,
1923), el cincuenta por ciento del habla coloquial en Inglaterra y los Estados
Unidos comprende sólo treinta y cuatro palabras básicas; y los medios
contemporáneos de información de masas, para ser entendidos en todas partes,
han reducido al inglés a una condición semianalfabeta. El lenguaje de
Shakespeare o de Milton pertenece a una etapa de la historia en que las
palabras tenían un dominio natural de la experiencia. El escritor de hoy tiende
a usar cada vez menos palabras y cada vez más simples, tanto porque la cultura
de masas ha diluido el concepto de cultura literaria como porque la suma de
realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha
disminuido de manera alarmante.
Esta disminución —el hecho de que la imagen del mundo se esté
alejando de los tentáculos comunicativos de la palabra— ha tenido su
repercusión en la calidad del lenguaje. A medida que la conciencia occidental
se independiza de los recursos del lenguaje para ordenar la experiencia y
dirigir los negocios del espíritu, las palabras mismas parecen haber perdido
algo de su precisión y vitalidad. Esta es, ya lo sé, una noción que se presta a
controversia. Supone que el lenguaje tiene una “vida” propia en un sentido que
va más allá del metafórico. Parte de que conceptos como agotamiento y
corrupción se aplican al lenguaje mismo, no sólo al uso que los hombres hacen
de él. (...) A la mayoría de los lingüistas le parecerían sospechosas todas las
implicaciones de una vitalidad interna, independiente, del lenguaje. Pero
permítanme indicar lo que quiero decir.
En el manejo del idioma inglés en los períodos Tudor, isabelino y
jacobita hay un sentimiento de descubrimiento, de adquisición exuberante, que
nunca más se ha vuelto a reconquistar íntegramente. Marlowe, Bacon, Shakespeare
usan las palabras como si éstas fueran nuevas, como si ningún roce previo
hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Erasmo nos cuenta
cómo se inclinó extático en un camino enfangado cuando sus ojos dieron con un
trozo de papel impreso, tal era el nuevo milagro de la palabra impresa. Así es
como los siglos XVI y XVII parecían contemplar al lenguaje mismo. Tenían ante
sí el gran tesoro cuyas puertas se hubieran abierto de improviso y lo saqueaban
con la sensación de que era infinito. El instrumento que tenemos ahora en
nuestras manos está, por el contrario, gastado por un largo uso. Y los
imperativos de la cultura y la comunicación de masas le han obligado a
desempeñar papeles cada vez más grotescos.
¿Qué cosa, fuera de verdades a medias, simplificaciones groseras o
trivialidades puede, en efecto, comunicársele a ese público de masas
semianalfabeto, que la democracia moderna ha reunido en las plazas? La
comunicación sólo puede hacerse efectiva dentro de un lenguaje disminuido o
corrupto. (...) Los “investigadores de la motivación”, esos sepultureros del
lenguaje culto, nos dicen que el anuncio perfecto no debe tener palabras de más
de dos sílabas ni oraciones con frases subordinadas. En los Estados Unidos se
han impreso millones de copias de “Shakespeare” o de la “Biblia” en forma de
tiras cómicas, con frases en inglés básico. (...) El lenguaje de los medios de
información y de la publicidad, o el estilo de los actuales debates políticos
son pruebas evidentes de un abandono de la vitalidad y la precisión. El inglés
utilizado por el señor Eisenhower en sus conferencias de prensa, como el que se
emplea para vender un nuevo detergente, no estaba destinado ni a comunicar las
verdades urgentes de la vida nacional ni a agilizar la inteligencia de sus
oyentes. Estaba diseñado para eludir los requisitos del significado o para
deslizarse sobre ellos. Cuando a un estudio sobre la lluvia radioactiva se le
puede dar el título de “operación insolación”, el lenguaje de una comunidad ha
llegado a un estado peligroso.
Ya sea que una disminución de la fuerza vital del lenguaje mismo
contribuye al desdoro y mengua de los valores morales y políticos, ya sea que
la reducción de la vitalidad del organismo político socava al lenguaje, una
cosa es cierta. El instrumento de que dispone el escritor moderno está
amenazado por restricciones externas y por decadencia interna. En el mundo de
lo que R.P. Blackmur llama “el nuevo analfabetismo”, el hombre para el cual es
esencial el más alto saber literario, el escritor, se encuentra en una
situación precaria. (...)
George Steiner (1994): Lenguaje
y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano.
Barcelona: Gedisa.
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