De cómo hacer para que la literatura repugne, por José Ignacio Cabrujas


Con este texto de Cabrujas iniciamos una aproximación crítica a la relación con la lengua, la literatura, la lectura y la escritura en la educación formal: revisamos lo que entendemos sobre estas nociones, cómo las practicamos y cómo las sentimos.







Sobre José Ignacio Cabrujas:


http://centrodocumentalbiografias.blogspot.com/2008/10/jos-ignacio-cabrujas-1937-1995_03.html




Una publicación de su obra dramática:


http://www.letralia.com/230/0425cabrujas.htm


Elena Peralta me llamó en estos días, solicitándome un consejo y hasta una asesoría en la tarea que su profesor de Literatura le había encargado. Elena estudia el último año de bachillerato en un liceo público, de esos con nombre de prócer cívico, y su mayor aspiración, naturalmente a corto plazo, como suelen ser las aspiraciones cuando se tienen 19 años, es salir “de ese espanto”. El espanto de Elena, no es como podría pensarse un novio errático o una vida aburrida por la opresión paterna o un cúmulo de responsabilidades exasperantes y prematuras. El espanto de Elena Peralta es el bachillerato nacional, descrito por mi formidable amiga como una desgracia vital, como el mismísimo muermo del alma, una de esas cosas que hay que soportar en la vida simplemente porque constituyen el estado intermedio y obligatorio entre la estupidez y el rasero, un impuesto exigido que es necesario cancelar si se aspira al medio pelo universitario o a que te acepten en la policía del alcalde Mendoza, por decir lo menos.



Elena sueña, y más que soñar anhela con espléndida vehemencia, ese momento, para ella supremo, cuando el director del Instituto le entregue el diplomilla de las inutilidades, el papel que la gradúa de nada, y de repente sea jueves, y ella entienda que el viernes no regresará a la cueva donde sus días sucumben, ni tendrá que recordar la disposición militar de la Batalla de Manguito, ni la división de los Poderes Públicos, ni la clasificación de los protozoarios, ni I am, you are, de un inglés que jamás podrá hablar o entender, ninguna de esas píldoras instantáneas e insípidas por las que en nuestro país se sustituye el conocimiento. Su fantasía la hace concebir una escena donde todos sus profesores se han reunido en el patio del liceo y ella avanza hacia el amplio portón de salida hasta alcanzarlo después de un trayecto mantecoso, casi imposible, para volverse en el marco, a centímetros de la calle y gritar: ¡¡¡¡Auxilio!!!! ¡Que alguien me ayude! ¡Acabo de escaparme!



Hace unos años, no menos de diez, acudí por complaciente o desocupado, a una de estas fábricas de demoras que son los liceos nacionales con la intención de dictar cierta conferencia sobre el teatro de Valle Inclán, a petición de la profesora Agobio, titular de la Cátedra de Lengua y Literatura. Agobio, vestida de butaca inglesa romántica, me sorprendió en la sala social del Liceo, no sólo por su impecable ignorancia sobre el 98 madrileño, sino por la cantidad de pulseras que ostentaba en los brazos notablemente parecidos a lo que los italianos denominan un cotechino. Agobio tintineaba sonora mientras me conducía, como Alberico guiado por una doncella del Rhin, al antro donde debía este servidor, obedeciendo sus instrucciones, “decirle a los muchachos, profesor Cabrujas, algo sobre Valle Inclán que no vaya a ser demasiado especializado ni erudito, porque lo que importa, licenciado, es que ellos tengan una noción más o menos y tal”.



Cuando entré en el ámbito de las resignaciones que hacía las veces de aula, arrepentido de mi ligereza, me sorprendió en primer lugar el calor bochornoso del sitio, algo así como aquella secuencia de sir Alec Guinnes en El puente sobre el río Kwai, cuando los malvados japoneses proceden a encerrarlo en una espantosa cajita metálica y son las tres de la tarde y el hombre adquiere una tonalidad remolacha tan intensa que uno se dice por dentro: A la salida me tomo dos cervecitas o me da una vaina.



En este caso, eran las dos y media de semejante vaporón y el aula, por darle un nombre, diseñada en el más franco estilo arquitectónico A Joderse Toca, esto es, zinc, cemento y obra limpia, encerraba a unos cincuenta jóvenes malencarados, patibularios, que parecían expiar una terrible culpa, un remordimiento israelita, tanto que al entrar y sentir aquel fantástico vaho, mezcla de anhídrido carbónico con viruta de lápiz Mongol y palito de queso, aquel aliento colectivo digno del dragón Fafner, pensé que de un momento a otro llegarían los gnomos con látigos y lanza dispuestos a restablecer el orden educativo. Era una verdadera lástima no haber escrito con letras góticas a la entrada del antro pedagógico, una variante de la maldición de Auschwitz: El estudio os hará libres.



Agobio logró hacerse oír en la barahúnda, y con voz de triple caduca, aplacó la rebelión diciendo: “¡Jóvenes! ¡Aquí está con nosotros, el profesor José Antonio Cabrujas, quien ha aceptado gustosamente disertar esta tarde sobre el tema del profesor Valle Inclán y el teatro!”



La odié. No sólo por llamarme José Antonio, que es de las cosas que me perforan más el ego, o por graduar a don Ramón María de profesor de secundaria, sino porque, fanático de la ópera, como era en ese momento, antes de que me fastidiara tanta monserga vocal y tanta necedad ambiental, yo aceptaba el registro del instrumento humano hasta el fa decente y Agobio tenía el pasaje a la altura del re sobreagudo, por decir lo menos y quedarme corto. Aquella voz crispaba, como quebradura de tiza en el pizarrón, como arará brasilero encaramado en arbusto amazónico. Era el sonido de ese pajarraco que puede visitarse, enjaulado a Dios gracias, en el Parque del Este y al que mientan la Arpía Americana. Algo capaz de cortarle la digestión a un macrobiótico.



No obstante, me sobrepuse a la agrura, y con un tono abominable y sacristanesco, por el que me odié varias semanas, sonreí cortado y dije:



–Buenas tardes: ¿Cómo están?



Y sin más, diserté de Valle Inclán y el esperpento, de Max y Don Latino y La Pisa Bien, de La Cotillona y el cerdo hispalense, de El Caballero de Montenegro y La Sabelita y los espejos deformantes, como es tradicional en mi repertorio de municipalidades, porque a mí me insertan una moneda y hablo hasta por los codos, tal vez para no oírme.



Tan pronto sonó la primera advertencia de la banda a la altura del tercio de muleta, rematé la faenilla con un pinchazo desabrido y tres intentos de descabello, antes de que tocaran el segundo aviso. El fracaso me embargaba, semejante a esa sensación que tan bien describe Shakespeare, cuando le hace decir a Coriolano: “¡Que el abismo cruja sobre mi cabeza! ¡Que me ofrezcan el fin sobre la cola de un caballo salvaje! ¡He fracasado y soy menos que yo mismo!”



Agobio, con actitud de Hija de María, en trance de despedir a monseñor Iturriza tras una primera comunión exitosa, agradeció el esfuerzo y conminó a los jóvenes a exaltarme con estas palabras:



–¡Bachilleres! ¡Un aplauso para el profesor José Antonio que tan gentilmente nos ha hablado del profesor Valle Inclán!



La audiencia en general aplaudió, y para mayor inri, Agobio me brindó nada menos que una Orange Cruz en el cafetín de la entelequia.



¡Cómo la odié, señor de los Ejércitos! ¡Cómo la detesté ese día! ¡Cómo anhelé que las pulseritas se le enredaran como víboras en el pescuezo!



Evoqué a Agobio Tin-Tin en estos días, al marcharse de mi casa Elenita Peralta, después de plantearme en qué consistía el trabajo que su profesor de Literatura del segundo año del Ciclo Diversificado, le había exigido. Se trataba nada menos que de una investigación sobre el novelista Mario Vargas Llosa a propósito de La casa verde, una novela que, confieso, jamás he podido soportar por latosa y exasperante.



Elenita debía escribir eso que en algún momento de mi vida solía llamarse una “composición” sobre el tema: “Vargas Llosa y su relación con el Cubismo”. Y aquí le pido al lector un instante reflexivo y hasta compasivo, con la esperanza de que algún alma caritativa me escriba a este Diario, aunque sea una estela, y me diga qué diablos tiene que hacer Mario Vargas Llosa con el cubismo o con el Extra de La Chinita, que para el caso es lo mismo. Desde luego, entiendo que las relaciones de un gran escritor son universales y genéricas, y así Vargas Llosa tiene que ver con el cubismo, como tiene que ver con las cebollitas de Jaén o con los copules de Conchita Esteso o con el average de Oswaldo Guillén en la actual temporada de las Grandes Ligas. Vargas Llosa tiene que ver con todo, de acuerdo a la vieja reflexión del clasicismo: “hombre soy, y todo lo humano etc.” Pero obligar a Elena Peralta a escribir un ensayito sobre “Vargas Llosa y su relación con el Cubismo”, es algo así como exigirle a un estudiante de Historia de Venezuela un trabajo sobre las relaciones de Simón Bolívar con La Verbena de la Paloma, que por ahí, de repente las hay, pero que no son como muy evidentes.



Desconcertado, me atreví a decirle a mi amiga que el tema me parecía una atrocidad y hasta donde yo supiera, jamás podía citarse el nombre de Vargas Llosa en algo que tenga que ver con los cubistas o algo parecido, a menos que a un tío abuelo de este peruano le haya dado por pintar el Macchu Picchu de perfil, por vainas de la vida, o que a Vargas Llosa, de niño, le hubiesen enseñado las vocales con taquitos de esos que por unas caras se lee U y por la otra casi siempre A.



Elenita meditó el asunto por unos momentos y me respondió con estas palabras:



–Es por lo de la vanguardia. Como Vargas Llosa es de vanguardia y los cubistas eran de vanguardia, entonces son todos de vanguardia.



Quien no es de vanguardia, y por ese camino no podrá serlo nunca, es mi querida Elena, capaz de decir este tipo de cosas casi siempre con gesto esquivo y mirada huidiza como si temiera una trampa constante o se hubiese resignado al error como norma de vida. Porque en efecto, la sensación que caracteriza a nuestros estudiantes de bachillerato es la vacilación permanente, el abrirse paso en un mundo enmarañado donde es necesario contestar y contestar a cada rato como si vivir, o en todo caso aprender, fuese enfrentar un cuestionario de esos que publica la revista Buenhogar, precedidos de inmensas interrogaciones a partir de las cuales usted lee algo así como: “¿Disfruta usted de una vida sexual plena con su pareja? ¿Cuándo usted está en la cama con su marido?: a)¿le muerde las orejitas?, b)¿se dedica a leerle en voz alta la primera parte del Amadís de Gaula?, c) ¿le recuerda que es un estúpido?”



Por ese motivo confieso que durante algunos segundos me cruzó por la cabeza la nefasta idea de que Vargas Llosa, durante algún arrebato nostálgico pudiese haber fundado en Ayacucho un partido llamado Vanguardia Peruana, pero la hice a un lado al entender que era bien difícil imaginar a alguien como Pablo Picasso militando en semejante abuso.



De allí que me atreví a proponerle a Elenita que hablase con su profesor de literatura y le exigiese una explicación, o al menos una miserable luz sobre el intrincado tema, puesto que a mí no solamente me parece que Vargas Llosa no se las lleva con el cubismo, ni con los tulipanes holandeses, sino que en ningún momento se me ocurriría denominarlo “escritor de vanguardia”. Escritor de vanguardia viene a ser Joyce, por ejemplo, porque uno lee el emblemático Ulises y percibe tras cierto esfuerzo, un verdadero replanteamiento de las formas narrativas, singularmente distinto a las inmortales páginas de Incurables de Virginia Gil de Hermoso o de Adelaida Querida de la señora Tellado. El término “vanguardia” califica en primer lugar un asunto de “uso formal”, de “manera de expresarse”. No se es vanguardista porque se hable de algo nuevo. Se es vanguardista porque “se habla nuevo”, puesto que de lo contrario no habría nada más vanguardista que las facturas de la tintorería Michoacán de Los Chaguaramos, donde todas las semanas le suben el precio a las camisas como si se tratara de una permanente sorpresa. Vanguardista fue Rimbaud. Vanguardista fue probablemente Homero cuando se decidió a escribir, si es que alguna vez lo hizo, lo que todo el mundo chismeaba en Grecia. Vanguardista era, en todo caso, ese poeta anónimo de Villa de Cura que escribió aquellos fantásticos versos que dicen “Zamurito, Zamurito / Que vuelas en la llovizna, / dime, Zamurito, / ¿por qué no cargas tu paragua?, una cuarteta absolutamente provocadora y rebelde, donde el consecuente se aleja del supuesto inicial, que ni Bretón en un domingo de fiesta. Vanguardista es el presidente Pérez cuando declara impávido que Orlando García no ha vendido en este país ni un chopo, puesto que en ese momento nuestro primer magistrado inaugura lo que bien podría llamarse “la declaración ficcional por todo el cañón”. Vanguardista no es “qué dices”, sino “cómo lo dices”, que es la gracia de Pérez cuando habla. Esto, si se quiere retrasar unos ochenta años a nuestros estudiantes de bachillerato, haciéndolos repetir, fuera de contexto, un término picudo y viejito, como es la palabra vanguardia, en una época donde Umberto Eco escribe El nombre de la rosa y tú me dirás en qué se diferencia de Stendhal o de la estética que hizo posible la Obertura Académica de Brahms.



Se marcha la Peralta y me entra un remordimiento de conciencia. No la ayudé. Me mostré sarcástico y negativo al tratar de convencerla de que la única manera de estudiar bachillerato en Venezuela, por no decir, de estudiar en Venezuela, Universidad incluida, es considerar el aula como un sitio social, un lugar de encuentro, un espacio de receso, donde lo más importante, prácticamente lo único importante, es encontrar unos amigos capaces de crear un verdadero estudio subterráneo y alternativo, una conducta disidente, un compartir impresiones y regocijos, quejas y proyectos, galleticas Oreo y expectativas de qué voy a hacer cuando salga de esta vaina. Cualquier cosa, con tal de renegar del programa oficial, de la brutal medianía que el Ministerio de Educación ha diseñado, en su afán persistente y denodado por estupidizar a nuestros jóvenes. Ciertamente, hay que estudiar a Juan Vicente González, porque, como dice el bolero, así lo quiso Dios y no hay más remedio. Hay que leerse Las mesenianas de Juan Vicente González (alias Tragalibros) de la misma manera que hay que clavarle un rejón a un toro, para hacerlo menos toro y más costumbre. Pero cuando suena el timbre del receso, cuando la profesora Agobio termina por el día de hoy de dañarnos el espíritu, hay que salir al pasillo y decir con vigor y franqueza, que Tragalibros González es un pomposo resentido, un pésimo escritor amelcochado o, por el contrario, con la claridad del caso, un pintoresco personaje, habitante de una ciudad municipal y espesa, capaz de mover a risa, por lo que tuvo de tontorrón y pícaro. Hay que decir, muchachos de mi vida, que ustedes no están equivocados, que ese fastidio que se aposenta en el alma, cuando uno lee a Tragalibros, es real, es cierto, que Agobio miente, que Agobio falsea la vida, porque a la pobre le pagan pésimo por crear un orden, por llenar unos espacios que intentan sustituir una historia. Si Agobio tuviese coraje, a la hora de comenzar su disertación sobre el nativismo o sobre la Silva Criolla del tontón de Lazo Martí, por citar un ejemplo entre tantas desgracias, debería comenzar su pan nuestro, proponiendo un espléndido minuto de silencio. Un minuto de silencio es la única manera de comentar semejante escarnio. Decir con profunda voz de drama: “Jóvenes, aquí el programa de Literatura nos conmina, nos ordena hablar de Lazo Martí. ¿Qué le vamos a hacer? Sesenta segundos de silencio. No hay nada que decir. Me niego a preguntarles cuál es el tema del primer canto de la Silva Criolla, formado por ocho estrofas a cual más espantosa. Me niego a preguntarles a quién va dirigido el mensaje poético del que habla el profesor Peña Hurtado en el texto reglamentario de Elenita, porque en la silva de Lazo Martí no hay ningún mensaje poético, simplemente porque no hay poesía. Me niego a contar las sílabas métricas de cada verso, porque sé que son perfectas, pero sé también que son una mierda. Me niego a clasificar cada verso en atención del número de sílabas, porque esa basura no sirve para amar a un mal poeta, ni para leer una factura de la panadería Portillo. Me niego a observar si hay versos que no riman, porque sería un milagro más complicado que el de los peces que a Lazo le rimaran del todo las vainas. Me niego a señalar un ejemplo de anáfora en la estrofa primera, aquella que dice: “Es tiempo de que vuelvas, es tiempo de que tornes /No más de insano amor, en los festines /con mirto y rosa y pálidos jazmines...”, porque si un poeta tiene que rimar festines con jazmines, no hay anáfora posible que lo salve del olvido. Me niego a encontrar los polisíndeton de la estrofa segunda, aquella que dice: “Es tiempo de que vuelvas.../tu alma, pobre alondra, se desvive /por el beso de amor de aquella lumbre...”, porque después de leer lo de la pobre alondra, uno tiene como mínimo que tomarse una Orange Cruz, antes de salir de pendejo a buscarle las tres patas al polisíndeton. Me niego a localizar el encabalgamiento que completa los significados, porque cuando uno lee a Lazo Martí, no hay cabalgadura ni burro posible que lo aguante, y sobre todo, me niego a encontrar las características de una silva en la estrofa tres, aquella que va y dice de irresponsable: “No más a los afanes de la corte, humilles la altivez de tus instintos, ni turbe de tus noches la armonía, falaz visión de pórticos y plintos...”, porque si encuentro allí las características de una silva, a mí, al próximo que me hablé de silvas le sacudo un carterazo.



No contestemos el cuestionario de Peña Hurtado, tan víctima como Agobio, de esta necesidad de liquidar la literatura. Digamos, simplemente, no me gusta, que es el irrevocable derecho de un lector. Transparente. Diáfano. No me gusta, que al fin y al cabo, sigue siendo la única razón que existe en la literatura. No me gusta. Esa vaina no es una silva. Esa vaina es un poema feo. Mejor leamos en el receso, siempre en el receso, al poeta Enrique León de Maracaibo que sigue yendo y sigue diciendo, sin que lo estudien en el bachillerato: A mí no me gustan las flores en / un jarrón /entonces mi novia cree que a mí / no me gustan las flores.

Y cualquier problema lo arreglamos en la Superintendencia de Protección al Consumidor, que para eso existe.

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